jueves, 17 de julio de 2014

Cierta sombra pasajera

El reloj marcaba la hora exacta cuando la puerta se abrió de un golpe y todos quedaron atónitos ante semejante imagen. Pero todos le dieron una importancia casi nula, fue una sorpresa que se atravesó en una serie infinita de banalidades, una historia para contar entre risas a la hora de almorzar. Tal vez yo fui el único que siguió con la mirada esa silueta que se paseó un rato por el cuarto antes de irse son dejar el más mínimo rastro de su imagen, una huella, una despedida. Me quedé atrancado entre mis pensamientos y pararme me hizo mal, hizo que todo el alcohol que había estado consumiendo se alebrestara y me dejara en unas coordenadas ciertamente extrañas. Me apoyé en el espaldar de una silla de madera y me quedé observando ese grupo tan extraño de personas, dándome cuenta que no hay nada que nos una más que el tiempo libre y las ganas de hablar, de sacar esa voz  fantasma que tenemos todos entre oreja y oreja, el darle rienda suelta a nuestra mente con espectadores que bien pueden ovacionarte o utilizarte como excusa para subir su propio ego aplastado por una sociedad que nos obliga a arrastrarnos por arañar una mínima cuota de dignidad. Me di cuenta que no quería salir de ahí y recostarme conmigo mismo en la más inmunda soledad, que ya había tenido suficiente de ese circo y un relámpago de conciencia me había recordado lo inútil y absurdo del asunto.

Me fui sin despedirme y en busca de ese cuerpo extraño que se había introducido en la habitación, tenía la certeza de que si nunca se hubiera presentado seguiría ahí sentado hasta que el sol rayara las montañas, de alguna manera le guardaba gratitud y quería demostrárselo. Salí y caminé, me encontré con calles monótonas y rectilíneas que jugaban a no existir, a no tener nada nuevo que ofrecerme y quedar relegadas al olvido casi inmediato por su efímera existencia; también vi un par de personas, gente que anda encontrando lo mismo que yo entre los mismos pasadizos, pero de seguro encuentran un mínimo de sentido a la serie interminable de variables que se presentan cada día. Estar vivo es una lucha incesante contra las probabilidades que se achican a medida que daba los pasos que me separaban de mi hogar, de ese lugar en el que, en teoría puedo ser. El problema es que estos últimos días me ha dado miedo andar siendo en mi casa, es posible que se me vuelva un vicio y ya no me de vergüenza ser frente a los demás, a veces es mejor prevenir que lamentar, por lo que ando bien camuflado bajo la ropa que me regalaron la última navidad. Los faroles a veces titilaban en el camino y daban la vaga ilusión de un seguridad esporádica, un “tal vez”, una posibilidad que no se ve tan lejana; eso me llenaba de fortaleza para cruzar su alcance, incluso llegando a toparme con unos vehículos que bordeaban mi ruta imaginaria y amenazaban con quedarse estáticos ante mi intempestiva imagen, ante la mórbida mirada de un vagabundo desalmado que solo quería dormir y encontrar ese enigma una vez más, ese enigma que debía estar cruzando los cielos y acariciando la suavidad infinita de las nubes que se arremolinaban bajo la pálida imagen de una luna a medio hacer. Parecía un retrato mal hecho, un garabato coloreado con crayolas, y yo me difuminaba a medida que veía mi edificio hacerse más grande y mi pulso cardiaco normalizarse por los supuestos que se esconden tras la repetición.

Llegué y me acurruqué en la comodidad de mi cama para disponerme a correr sin cuerpo y elevar vuelo por entre las mismas nubes que no hicieron más que oscurecer mi panorama. Aquel enigma estaba posado en mi ventana y me miraba, yo trataba de ocultarme de él, pero era inútil porque yo también quería verlo, sentirlo. Lo miré y sentí que no había nada extraño en ese mirar, en esa concordancia, que, muy por el contrario, era lo único que tenía sentido y no se escribía en un orden cronológico. Cuando me desperté ya no había nada y la ventana seguía con su marco mal pintado dejando que los rayos del sol se filtraran y me dieran en la cara. Se vislumbraba una mañana espectacular que nunca me dieron ganas de ver, un ritmo que, desde lo más racional de mi existencia, no sería más que música de fondo.


Por: Juan José Cadena D. 

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