martes, 23 de octubre de 2012

De Dos en Dos


La luna. Las estrellas que se esconden una detrás de la otra, perdiéndose en el infinito, cada vez más rápido y más oscuro. Sentirse quieto y a la vez libre. Ver el sol salir y sentirse diminuto, queriendo achicharrarse en esa pequeña molécula del universo que según dicen, nunca ha dejado de crecer. La brisa golpeando los rostros. Los gestos fríos de un par de personajes que quieren borrarse de la historia. Las montañas allá lejanas, escondidas en la niebla, esperando que mientras las miren miles de ojos despertando llueva. Las nubes risueñas. El techo del mundo que se ve lejano pero no inalcanzable, no se puede ver algo inalcanzable siendo humano. Las gotas que mojan las manos, manos frías sin haber matado todavía. Y todos aún quietos en la arena, queriendo acostarse para sentir los movimientos del mar. Van y vienen los millones de cristalitos que se levantan solo para dejarse caer de nuevo, una y otra vez hasta que los relojes dejen de dar vueltas y vueltas sin parar. Que no pasa nada, que tranquilo, que todo tiene un comienzo y un final. Que no pares, que le siga echando leña al fuego, ni siquiera leña, de una vez gasolina para que se vaya rápido. Luego limpiando se pasan las noches, que no quede ni una mancha putrefacta, que todo se lo lleve el mismo viento que nos pega en la cara.  Que se esfume, que el sol me queme los recuerdos, que la luna los abrace y nunca los suelte, o que la lluvia los reparta por todo el mundo, equitativa. No me importa mientras deje de  estar aquí. Mejor dicho, sí pero no, me queda muy complicado explicarlo a la carrera, es como cuando el sol se esconde tras las montañas y uno finge que no lo extraña, no sé si entiendan. El techo que nos esconde de la muerte, y la muerte que nos quiere salvar de la soledad. Y todos quieticos, a la expectativa, con los dientes apretados y los ojos fijos en el horizonte que parece no acabarse nunca.

Por: Juan José Cadena D.