La luna. Las
estrellas que se esconden una detrás de la otra, perdiéndose en el infinito,
cada vez más rápido y más oscuro. Sentirse quieto y a la vez libre. Ver el sol
salir y sentirse diminuto, queriendo achicharrarse en esa pequeña molécula del
universo que según dicen, nunca ha dejado de crecer. La brisa golpeando los
rostros. Los gestos fríos de un par de personajes que quieren borrarse de la
historia. Las montañas allá lejanas, escondidas en la niebla, esperando que
mientras las miren miles de ojos despertando llueva. Las nubes risueñas. El
techo del mundo que se ve lejano pero no inalcanzable, no se puede ver algo
inalcanzable siendo humano. Las gotas que mojan las manos, manos frías sin
haber matado todavía. Y todos aún quietos en la arena, queriendo acostarse para
sentir los movimientos del mar. Van y vienen los millones de cristalitos que se
levantan solo para dejarse caer de nuevo, una y otra vez hasta que los relojes
dejen de dar vueltas y vueltas sin parar. Que no pasa nada, que tranquilo, que todo
tiene un comienzo y un final. Que no pares, que le siga echando leña al fuego,
ni siquiera leña, de una vez gasolina para que se vaya rápido. Luego limpiando
se pasan las noches, que no quede ni una mancha putrefacta, que todo se lo
lleve el mismo viento que nos pega en la cara. Que se esfume, que el sol
me queme los recuerdos, que la luna los abrace y nunca los suelte, o que la
lluvia los reparta por todo el mundo, equitativa. No me importa mientras deje
de estar aquí. Mejor dicho, sí pero no, me queda muy complicado
explicarlo a la carrera, es como cuando el sol se esconde tras las montañas y
uno finge que no lo extraña, no sé si entiendan. El techo que nos esconde de la
muerte, y la muerte que nos quiere salvar de la soledad. Y todos quieticos, a la
expectativa, con los dientes apretados y los ojos fijos en el horizonte que
parece no acabarse nunca.
Por:
Juan José Cadena D.