El
aire helado que se revolcaba a mí alrededor, dejándome atrapado en una serie de
remolinos nevados que no dejaban ver más de cinco metros hacia cualquier
dirección. No sé si era neblina o el aliento de miles de soldados enemigos que
nos rodeaban, no quería pensar en eso, a la hora de la verdad ni siquiera sabía
si pensaba en algo diferente a la batalla. Revise mi bolsillo izquierdo,
aparentemente soy surdo, y tan solo encontré un anillo bastante oxidado, seguramente
expuesto al agua y al viento inclemente de todos los climas y todas las alturas.
¿Estoy casado? No puede ser, si lo estuviera recordaría su rostro y lo tendría
en mi mente, siendo ella el icono de la seguridad, el amor, el calor de una
chimenea, ¿por qué no la recuerdo? Debe ser por el terrible olor que me rodea,
carne putrefacta, aquí han luchado por más de dos días sin tregua alguna. Sigo
marchando a un compás que creía desconocer, adelante, atrás y ambos lados solo
encuentro filas de personas uniformadas, todos tienen ese aire a vagabundo
desalmado y sin futuro que refleja una vida llena de necedades. Uno que otro
está muy serio, y ellos son los que tienen más flechas en su hombro izquierdo,
deben ser los superiores. Ya está entrando la noche, el cielo se torna indeciso
y plano, como si en cualquier momento alguien fuera a reventar una cuerda y
dejarlo caer sobre nuestras cabezas que se protegen con cascos bastante grandes
y pesados. Creo que no he dormido, o tal vez si dormí pero llevo demasiado
tiempo caminando, o simplemente estoy sometido a mucho estrés, pero no, no hay
estrés, la vida militar es fácil, sigue todas las ordenes y llegaras a la cima, seguramente anoche monté guardia.
Por
fin nos podemos sentar, mis piernas se deshacen como gelatina y caigo boca
arriba, tres o cuatro corren a mi auxilio, sin temor a equivocarme diré que son
mis amigos, con los que juego póker por las noches, apostando las pocas
pertenencias que tenemos, el pan más que otra cosa. Me miran con mucha preocupación
al principio, pero al ver que estoy consciente se ríen, les parezco un flojo,
que debería desertar, internamente me burlo de ellos por tener una familia, por
tener adonde ir en caso de que deserte. Hago un esfuerzo y quedo sentado, les
digo que charlemos un rato y comamos nuestra porción diaria, el de ojos azules
y cara de extraterrestre se ríe de nuevo y me recuerda que anoche perdí la
comida de hoy, que por eso no tengo energía, que por eso estoy tan flojo. Les
lanzo una mirada hipócrita y cambio el tema. Durante la guerra nadie habla de
estrategias militares ni calibres de escopeta, mucho menos del futuro o del
pasado, todos se acuestan boca arriba a ver las nubes e inventar historias, a
ver cómo salir de esa realidad horrenda aunque sea por unos segundos. Por eso
es que los guerreros de corazón, que le brindan su cuerpo y alma a las batallas,
nunca saben nada a ciencia cierta, todo lo imaginan, todo es hermoso a sus
ojos, todo brilla después de ver los ojos de un cadáver puestos en el infinito.
Creo que soy un novato, aún sé muchas cosas, aún siento el viento en mi cara,
me desnuda, me hace bailar, siento como se contorsiona frente a mis ojos. Soy
radical y crédulo, me importa demasiado entender, planear el siguiente paso,
eso en la guerra no sirve, en la guerra el próximo paso es el último que darás,
de resto es un regalo otorgado por las divinidades o el destino.
Todos
gritan, no había caído en cuenta que este no es mi idioma, pero lo entiendo a
la perfección, es más, he estado hablándolo todo el día y toda la noche, creo
que ya está amaneciendo, el cielo se torna zapote, como si se hubiera manchado
de sangre y alguien allá arriba estuviera intentando limpiarlo. Tomé mi fusil y
corrí a lo que dieran mis piernas, no tengo energía, me arden los músculos y el
frio me carcome los huesos. Todos me sacan ventaja en medio de gritos, allá en
la lejanía me espera la trinchera que da el pasaporte para unos instantes más
en el infierno. No doy más pero sigo corriendo, siento que el aire ya no entra
a mis pulmones, estoy corriendo con mis reservas. Ya todos llegaron, no estoy
tan lejos, quiero llegar, es lo único que deseo, Rachel me espera en casa con
mi hijo que ya debe estar caminando y hablando. ¡Rachel! Ella es mi esposa, por
ella correré, le juré que volvería con vida, que no sería otro costal de huesos
en medio del campo de batalla. La veo con perfecta claridad, es mi ángel de la
guarda, mi musa, mi fuente de la juventud. Por ella corro, por ella doy un poco
más del máximo, todo lo que hago es por ella, por verla de nuevo, por besar sus
labios aunque sea una vez más. Ahí está la trinchera, ya huele a sudor
condensado de muchos soldados, amigos, pares, hermanos de armas.
“¡Charles!” Gritan todos al unisonó, ese
es mi nombre, o al menos eso creo. Me arde la espalda después de escuchar un
resoplido del aire, un artefacto que cruzó los remolinos helados, es enorme, se
expande. Mis tímpanos se revientan, todo es calor y sufrimiento, el estruendo
está adentro de mis orejas. Lo último que veo es el rostro angelical de Rachel
que me llora, no hay más sufrimiento que el de ella, yo ya no siento nada, creo
que no existo. De un salto quede sentado en mi cama, el estruendo seguía en mis
orejas, me dolía levemente la cabeza, entonces recordé que desde niño me ha
dolido la espalda en la parte alta, lado izquierdo. Voy al espejo y miro el
punto exacto, está normal, al palparlo encuentro el rostro de Rachel llorando,
un flash, menos de un segundo. De reojo miro mi cama y poco a poco recuerdo que
vivo solo, que acabo de graduarme del colegio, que me llamo Francisco y que
vivo en una mansión en algún país de América Latina.
Por:
Juan José Cadena D.