Es tan simple que puede
llegar a aterrarme, es tan simple que llega a ser complicado, es así, sin
control, sin leyes que lo encierren ni limitaciones hostiles. Se transforma de
una manera imperceptible y se mueve a placer sobre las nubes y las
profundidades. A veces llueve y llueve sin cesar, haciendo charcos, ríos y hasta
océanos interminables. Y es ahí, en ese
par de océanos pasivos y angelicales donde flotan alegremente las diferentes
facetas del mundo, donde flota la conciencia y nadan en semicírculos luminosos
las raíces tan misteriosas como humanas de los pensamientos. Quisiera de un
brinco aterrizar en ese mundo, sumergirme en la pureza de tan bellas emociones,
empapando mis sentidos y mi alma, llenándolos de forma dulce de ese olor blanco
y dorado. ¿Y por qué no morir? Derretirse en esa superficie tan
indescriptiblemente deliciosa y fundirse en la nada, fundirse como si nada
importara más allá de las paredes físicas, y volverse uno con la misma nada
risueña para llegar a serlo todo, aun siendo consiente con la última pisca de entereza
intelectual de la incoherencia, de la enorme inutilidad de aquellos actos tan
indiferentes. Y también elevarse en una explosión, y quedarse arriba
compartiendo con las nubes la ligereza y la tranquilidad, escuchar los silbidos
del viento armonioso, bailando esas melodías nunca antes escuchadas. Y caer y
caer por un sinfín de dimensiones dando vuelcos, pero en silencio, sin
perturbar la paz establecida, sin dejar que la más mínima manifestación de miedo
se presente.
Pero los mismos rayos
luminosos se convierten en corrientes infernales, y las palomas fieles a su
naturaleza se quebrantan por los aullidos estrepitosos de la rabia. Así las
gotas vivas aun por la intemperie se tornan negras para hacer huecos en la
tierra, quemándola con su veneno helado, ese veneno tan antiguo como la guerra,
tan antiguo como la vida misma. Ese veneno que es tan destructivo y doloroso
como adictivo, ese jugo que se posa donde quiere, como teniendo alma, ese imán
infalible que atrapa a los que se le antoja, reclamando su lugar en la vida y
en la muerte. ¿Y se muere? Tal vez, pero su marca queda en sangre, tatuada en
la arena que hace remolinos esquivos al reloj. Y la fuente ya desquebrajada
puede que se rompa al sentir el relámpago procedente de su interior, y te
mueres aunque respires, caminando sin ojos por los pasadizos enredados y
confusos. Y el martirio clava raíces en lo más profundo del corazón, teniendo
la costumbre y la humillación como sus mejores aliadas.
Pero lo vale, vale la pena
morir diez veces y seguir muriendo por un segundo de calma, vale la pena
soportar tantas barbaries y castigos, lo vale y si fuera mil veces peor lo seguiría
valiendo, porque un instante en ese océano es suficiente, vale más ese momento misterioso
que un millón de vidas sin sentido. Por ese instante se vive, y si es necesario,
por ese instante se muere.
Por : Juan José Cadena D.