El reloj marcaba la hora exacta cuando
la puerta se abrió de un golpe y todos quedaron atónitos ante semejante imagen.
Pero todos le dieron una importancia casi nula, fue una sorpresa que se
atravesó en una serie infinita de banalidades, una historia para contar entre
risas a la hora de almorzar. Tal vez yo fui el único que siguió con la mirada
esa silueta que se paseó un rato por el cuarto antes de irse son dejar el más
mínimo rastro de su imagen, una huella, una despedida. Me quedé atrancado entre
mis pensamientos y pararme me hizo mal, hizo que todo el alcohol que había
estado consumiendo se alebrestara y me dejara en unas coordenadas ciertamente
extrañas. Me apoyé en el espaldar de una silla de madera y me quedé observando ese
grupo tan extraño de personas, dándome cuenta que no hay nada que nos una más
que el tiempo libre y las ganas de hablar, de sacar esa voz fantasma que tenemos todos entre oreja y
oreja, el darle rienda suelta a nuestra mente con espectadores que bien pueden
ovacionarte o utilizarte como excusa para subir su propio ego aplastado por una
sociedad que nos obliga a arrastrarnos por arañar una mínima cuota de dignidad.
Me di cuenta que no quería salir de ahí y recostarme conmigo mismo en la más
inmunda soledad, que ya había tenido suficiente de ese circo y un relámpago de
conciencia me había recordado lo inútil y absurdo del asunto.
Me fui sin despedirme y en busca de ese
cuerpo extraño que se había introducido en la habitación, tenía la certeza de
que si nunca se hubiera presentado seguiría ahí sentado hasta que el sol rayara
las montañas, de alguna manera le guardaba gratitud y quería demostrárselo.
Salí y caminé, me encontré con calles monótonas y rectilíneas que jugaban a no
existir, a no tener nada nuevo que ofrecerme y quedar relegadas al olvido casi
inmediato por su efímera existencia; también vi un par de personas, gente que
anda encontrando lo mismo que yo entre los mismos pasadizos, pero de seguro
encuentran un mínimo de sentido a la serie interminable de variables que se
presentan cada día. Estar vivo es una lucha incesante contra las probabilidades
que se achican a medida que daba los pasos que me separaban de mi hogar, de ese
lugar en el que, en teoría puedo ser. El problema es que estos últimos días me
ha dado miedo andar siendo en mi casa, es posible que se me vuelva un vicio y
ya no me de vergüenza ser frente a los demás, a veces es mejor prevenir que
lamentar, por lo que ando bien camuflado bajo la ropa que me regalaron la
última navidad. Los faroles a veces titilaban en el camino y daban la vaga
ilusión de un seguridad esporádica, un “tal vez”, una posibilidad que no se ve
tan lejana; eso me llenaba de fortaleza para cruzar su alcance, incluso
llegando a toparme con unos vehículos que bordeaban mi ruta imaginaria y
amenazaban con quedarse estáticos ante mi intempestiva imagen, ante la mórbida
mirada de un vagabundo desalmado que solo quería dormir y encontrar ese enigma
una vez más, ese enigma que debía estar cruzando los cielos y acariciando la
suavidad infinita de las nubes que se arremolinaban bajo la pálida imagen de
una luna a medio hacer. Parecía un retrato mal hecho, un garabato coloreado con
crayolas, y yo me difuminaba a medida que veía mi edificio hacerse más grande y
mi pulso cardiaco normalizarse por los supuestos que se esconden tras la
repetición.
Llegué y me acurruqué en la comodidad de
mi cama para disponerme a correr sin cuerpo y elevar vuelo por entre las mismas
nubes que no hicieron más que oscurecer mi panorama. Aquel enigma estaba posado
en mi ventana y me miraba, yo trataba de ocultarme de él, pero era inútil
porque yo también quería verlo, sentirlo. Lo miré y sentí que no había nada
extraño en ese mirar, en esa concordancia, que, muy por el contrario, era lo
único que tenía sentido y no se escribía en un orden cronológico. Cuando me
desperté ya no había nada y la ventana seguía con su marco mal pintado dejando
que los rayos del sol se filtraran y me dieran en la cara. Se vislumbraba una
mañana espectacular que nunca me dieron ganas de ver, un ritmo que, desde lo
más racional de mi existencia, no sería más que música de fondo.
Por: Juan José Cadena D.