domingo, 25 de noviembre de 2012

Un Golpe del Destino


Tras haberme despedido de Rodrigo en la esquina, cada quien tomó su camino, y he de admitir que venía más alegre de lo normal sin motivo alguno. Cada paso durante las siguientes cinco cuadras iban acompañados de un toque de gracia, de una sonrisa lela de retrasado mental y de un leve aroma a café recién hecho con muchísima crema. No pienso ponerme a inventar historias fantásticas y hermosas en las que todo parece magia, la verdad no sentí nada antes de ese momento, yo venía calmado y perdido en los laberintos de mi imaginación traviesa, la cual por algún capricho del destino me situaba en medio de una tormenta, peleando con una serpiente gigante con gafas de sol. Fue algo repentino, después de cruzar la calle sentí que el mundo se volteaba en medio de un torbellino de dolor y malas palabras que brotaban de mi boca instintivamente. Menos mal solo era un montador de bicicleta aficionado, muy barrigón y con un olor a mil demonios enjaulados, que al no saber qué hacer conmigo dejó su bicicleta roja tirada en el  piso y corrió a pedir ayuda quién sabe a quién. Dude un poco si fingir una lesión de poca gravedad para que el gordo con facha de indígena analfabeta perdiera un par de horas o intentara indemnizarme, pero más fueron las ganas de no volver a sentir ese olor putrefacto que brotaba de sus axilas, así que me levanté y di un par de pasos rápidos para asegurarme que todo estaba bien. Seguí mi camino, ahora maldiciendo mentalmente a ese extraño individuo que por torpeza había ensuciado mi camiseta nueva, pero no había avanzado más de una cuadra cuando escuche un grito femenino que por poco rompe mi tímpano derecho.  “¡Ladrón!”, me volteé con gran habilidad, adoptando una postura rebelde, listo para cualquier pandillero que quisiera pelear conmigo para hacerme héroe por un día, pero no, solo la encontré a ella señalando hacía la calle con una expresión en el rostro que demostraba más ansiedad que pánico, como si nunca hubiera presenciado un robo antes, cosa bastante extraña en este país de locos llamado Colombia. Cuando miré la calle no pude evitar que las carcajadas me invadieran hasta el punto de hacerme llorar, en una extraña combinación de satisfacción y sorpresa, pues me encontré con una bicicleta roja conducida por un niño de unos ocho años a toda velocidad perseguida de forma lerda por el gordo que acababa de atropellarme, y como si fuera poco el niño hacía ruidos que simulaban la respiración de un cerdo mientras lo acusaba de ser demasiado lento para merecer una bicicleta tan bonita. “Karma” exclamé tras haberme reincorporado, tratando de incentivar a la extraña que tenía enfrente a que me preguntara de que me reía, obviamente no funcionó y me sentí como un potencial esquizofrénico al estar hablando solo. Me quedé mirándola, no era nada del otro mundo, pero puedo jurar que nunca había visto una mujer que se acercara tanto a mi definición de perfección. No me voy a poner a contarles cada uno de sus detalles, aunque no lo crean tengo más cosas que hacer, solo les diré que me cautivo su dedo corazón de la mano derecha levantado acompañado de un “Ándate a la mierda miserable”. No quise retar más mi suerte y me fui calladito a mi casa, que queda tan solo a una cuadra del lugar del incidente, por encima del hombro me encontré con su figura apoyada en un poste de la luz, dispersa, seguramente pensando en miles de insultos mejores que pudo haberme dicho, porque mejor no nos mintamos, fue bastante flojo, aunque me dolió proviniendo de esos labios.

 Llegué a mi casa y puse la música a todo volumen para que las malas energías salieran flotando por las ventanas, debajo de las puertas y demás agujeros que pudieran encontrar. Al ver que no podía controlar mis pensamientos tomé una almohada, y apoyándola con fuerza contra mi boca abierta grité a todo pulmón, pero nada, la imagen de esa desconocida mirando las nubes, coloreándolas con sus ojos cafés a las cinco en punto de la tarde de un día cualquiera no se iba. Terminé indignándome y sucumbí ante la impotencia, llamé a mi ex novia y quedamos de salir a comer esa misma noche para “arreglar las cosas”, yo solo quería tener la mente ocupada en cualquier actividad de interacción humana. A las ocho y media la recogí en su casa, estaba con un vestido verde que resaltaba el maquillaje de excelente calidad que se había puesto. Usaba todo lo que yo le había regalado durante los cinco meses de noviazgo, los tacones, el reloj, la cartera, los aretes y el collar, la combinación no quedó para nada bien lo cual me provocó un poco de lastima, pero por respeto ignoré el enorme detalle y seguí manejando en completo silencio hasta llegar al restaurante pactado previamente. Yo comí un buen pedazo de carne asada y ella una ensalada bastante simple, “¿No tienes hambre?”, “sí, pero es que ese gordito de acá me está matando” respondió señalando la parte superior a su cadera. Nunca he sido una persona de malgenio o irrespetuosa, pero fueron los pequeños detalles los que me sacaron de quicio, esa ropa mal combinada a propósito, el exceso de maquillaje, la forma en que la mano le temblaba mientras comía, y ese sinfín de amagues antes de dar algún apunte irrelevante. Me sentí poderoso, como si ella dependiera solo de mí, y a la vez sentí que me merecía algo mejor que ese circo mediático parlanchín que tenía enfrente tratando de generar lastima. “Acomplejada de mierda” le dije mientras dejaba un par de billetes de cincuenta mil pesos en la mesa, “con lo que te devuelvan pedí un taxi, a mí no me jodas más la vida”. Me fui con la misma alegría extraña que había sentido esa tarde al despedirme de Rodrigo, solo que ahora entendía que era por la liberación de una carga, por haber dado un golpe de autoridad a esta sociedad y sus principios. Debo admitir que ni un segundo dejé de pensar en ella, tal vez esa fue la fuerza que me impulsó a dejar a la pobre María Fernanda sola, llorando a grito herido en medio de un restaurante decente, esa fuerza que me decía que yo había sentido algo que ella nunca entendería, que de alguna manera yo era mejor que ella.

Durante los próximos diez días no hice más que encontrarme la misma figura que vi aquella tarde por encima del hombro. Siempre relacionaba todo con esa extraña que se atrevió a decirme “miserable”, pero era extraño, no la extrañaba a ella, extrañaba solo la forma en que me hizo sentir mejor que los demás, como si ella fuera una droga y yo ya fuera un adicto sin remedio. No comí bien ni podía dormir, mis amigos ya se estaban empezando a preocupar, pero a mí no me importaba no tenerla porque sabía que me iba a terminar decepcionando. Al onceavo día la vi de lejos, extrañamente traía puesta la misma blusa blanca de la última vez, revise me atuendo para cerciorarme de que no me pasara lo mismo pero fue inútil, no recordaba ni por casualidad lo que me había puesto ese día que se veía lejano, inalcanzable. Planeé arduamente mi plan, quería causarle una buena segundo impresión, los pasos se dilataban entre más me acercaba a ella, y al no encontrar explicación del porqué miré el reloj para encontrarme con las cinco en punto de la tarde, hora muerta en la que solo se escucha la respiración de unos pocos allá en la lejanía. Cuando estaba a escasos veinticinco pasos de distancia preparé mis garganta para el saludo, pero en ese preciso instante sentí un  dolor punzante en mi pierna derecha y el mundo se vino al piso en un parpadeo. Cuando abrí los ojos me encontré con la figura de esta extraña, reina y señora de mis sueños, con el dedo corazón elevado diciéndome “karma” mientras se montaba en un BMW último modelo. Un olor asqueroso desvió mi mirada hacia la derecha y me encontré con la cara llena de granos del mismo hombre de rasgos aindiados de la última vez diciéndome “Creo que usted le gusta a esa señora, lástima que esté casada con uno de los narcotraficantes más buscados del país”.

Por: Juan José Cadena D.

2 comentarios: