Mientras seguían frente a frente
parecían un par de fantasmas navegando contra la corriente en las nubes. No
quería mirarla a los ojos pues nunca lo había hecho y no sentía necesidad
alguna de hacerlo ahora, pero aun con su conciencia posada en las lejanas ramas
del infinito, su vista era atraída magnéticamente hacía el azul tan infinito
como el cielo mismo. Examinó su bolsillo
izquierdo con tranquilidad, de forma ordenada, como si todo estuviera escrito
hace tiempo y no quisiera saltarse ninguna pausa que pudiera interferir en la
perfección absoluta. Tomó su mano con suavidad, con la misma dosis de ternura
con la que solía observar el vuelo de las palomas mensajeras al atardecer, y de
forma casi imperceptible dejó el trozo de vidrio que por breves instantes
pareció sinsentido posado en la palma de su mano izquierda. Brillaron, o al
menos así lo sintió al escuchar los cantos casi apocalípticos del latir del
corazón ajeno, tan cercano y tan distante, tan inalcanzable y adorado; esos golpes
secos que se ponían cada vez uno más cerca del otro buscando que el silencio
desapareciera en un sinfín de percusiones que nadie más escucharía en el tiempo
infinito de un instante. Y todo olía al amanecer en un domingo tranquilo, se
respiraba la paz que tomó la pieza tan extraña de su mano, transformándola,
iluminándola, dándole un porque sin objeción alguna de parte del pulso cardiaco
que aun no entendía nada.
El fuego de una revolución hace
tiempo ya encendida ahora se apagaba sin afanes, y cada llama se iba desnudando
en su debido momento para dar el último salto hacía la nada, repentino y sin
motivos. Cerró los ojos para sumergirse por última vez en el infinito de los
recuerdos que marcan una vida, pero solo encontró la oscuridad helada que
intentaba abrazarlo sin importar su voluntad. Se sacudió con fuerza hasta
encontrar algo muy parecido a la libertad, aun negándose a aceptar el mundo con
los ojos abiertos. Cuanto dolor y cuanta espuma marina desperdiciados, como si
el tiempo fuera una armadura que no siempre calza a la perfección, que siempre
jugara con los imanes del reloj cuando estas mirando hacia la vida, todo tan
inútil y espontaneo, como un parpadeo que ni siquiera se siente o se recuerda.
Y ya estando tan lejos se
buscaron en el fondo del horizonte, al pie de las montañas y hasta en las
entrañas del mar, escarbando las nubes y las olas que se abrían al paso de la
mirada sin vacilar. Se buscaron tanto que terminaron escondiéndose el uno del
otro, sabiendo que la tierra ante ellos se estiraba y sus sentidos se perdían
en el lado oscuro. Aun sin querer aceptarlo terminaron ya inservibles, sentados
ante un cristal multicolor que los asustaba, y aun con la vista fija en el
vacio infinito que los separaba.
Por: Juan José Cadena D.
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