Tras haberme despedido de
Rodrigo en la esquina, cada quien tomó su camino, y he de admitir que venía más
alegre de lo normal sin motivo alguno. Cada paso durante las siguientes cinco
cuadras iban acompañados de un toque de gracia, de una sonrisa lela de
retrasado mental y de un leve aroma a café recién hecho con muchísima crema. No
pienso ponerme a inventar historias fantásticas y hermosas en las que todo
parece magia, la verdad no sentí nada antes de ese momento, yo venía calmado y
perdido en los laberintos de mi imaginación traviesa, la cual por algún
capricho del destino me situaba en medio de una tormenta, peleando con una
serpiente gigante con gafas de sol. Fue algo repentino, después de cruzar la
calle sentí que el mundo se volteaba en medio de un torbellino de dolor y malas
palabras que brotaban de mi boca instintivamente. Menos mal solo era un montador
de bicicleta aficionado, muy barrigón y con un olor a mil demonios enjaulados,
que al no saber qué hacer conmigo dejó su bicicleta roja tirada en el piso y corrió a pedir ayuda quién sabe a
quién. Dude un poco si fingir una lesión de poca gravedad para que el gordo con
facha de indígena analfabeta perdiera un par de horas o intentara indemnizarme,
pero más fueron las ganas de no volver a sentir ese olor putrefacto que brotaba
de sus axilas, así que me levanté y di un par de pasos rápidos para asegurarme
que todo estaba bien. Seguí mi camino, ahora maldiciendo mentalmente a ese
extraño individuo que por torpeza había ensuciado mi camiseta nueva, pero no
había avanzado más de una cuadra cuando escuche un grito femenino que por poco
rompe mi tímpano derecho. “¡Ladrón!”, me
volteé con gran habilidad, adoptando una postura rebelde, listo para cualquier
pandillero que quisiera pelear conmigo para hacerme héroe por un día, pero no,
solo la encontré a ella señalando hacía la calle con una expresión en el rostro
que demostraba más ansiedad que pánico, como si nunca hubiera presenciado un
robo antes, cosa bastante extraña en este país de locos llamado Colombia.
Cuando miré la calle no pude evitar que las carcajadas me invadieran hasta el
punto de hacerme llorar, en una extraña combinación de satisfacción y sorpresa,
pues me encontré con una bicicleta roja conducida por un niño de unos ocho años
a toda velocidad perseguida de forma lerda por el gordo que acababa de
atropellarme, y como si fuera poco el niño hacía ruidos que simulaban la respiración
de un cerdo mientras lo acusaba de ser demasiado lento para merecer una
bicicleta tan bonita. “Karma” exclamé tras haberme reincorporado, tratando de
incentivar a la extraña que tenía enfrente a que me preguntara de que me reía,
obviamente no funcionó y me sentí como un potencial esquizofrénico al estar
hablando solo. Me quedé mirándola, no era nada del otro mundo, pero puedo jurar
que nunca había visto una mujer que se acercara tanto a mi definición de
perfección. No me voy a poner a contarles cada uno de sus detalles, aunque no
lo crean tengo más cosas que hacer, solo les diré que me cautivo su dedo
corazón de la mano derecha levantado acompañado de un “Ándate a la mierda
miserable”. No quise retar más mi suerte y me fui calladito a mi casa, que
queda tan solo a una cuadra del lugar del incidente, por encima del hombro me encontré
con su figura apoyada en un poste de la luz, dispersa, seguramente pensando en
miles de insultos mejores que pudo haberme dicho, porque mejor no nos mintamos,
fue bastante flojo, aunque me dolió proviniendo de esos labios.
Llegué a mi casa y puse la música a todo
volumen para que las malas energías salieran flotando por las ventanas, debajo
de las puertas y demás agujeros que pudieran encontrar. Al ver que no podía
controlar mis pensamientos tomé una almohada, y apoyándola con fuerza contra mi
boca abierta grité a todo pulmón, pero nada, la imagen de esa desconocida mirando
las nubes, coloreándolas con sus ojos cafés a las cinco en punto de la tarde de
un día cualquiera no se iba. Terminé indignándome y sucumbí ante la impotencia,
llamé a mi ex novia y quedamos de salir a comer esa misma noche para “arreglar
las cosas”, yo solo quería tener la mente ocupada en cualquier actividad de
interacción humana. A las ocho y media la recogí en su casa, estaba con un
vestido verde que resaltaba el maquillaje de excelente calidad que se había
puesto. Usaba todo lo que yo le había regalado durante los cinco meses de noviazgo,
los tacones, el reloj, la cartera, los aretes y el collar, la combinación no
quedó para nada bien lo cual me provocó un poco de lastima, pero por respeto
ignoré el enorme detalle y seguí manejando en completo silencio hasta llegar al
restaurante pactado previamente. Yo comí un buen pedazo de carne asada y ella
una ensalada bastante simple, “¿No tienes hambre?”, “sí, pero es que ese
gordito de acá me está matando” respondió señalando la parte superior a su
cadera. Nunca he sido una persona de malgenio o irrespetuosa, pero fueron los
pequeños detalles los que me sacaron de quicio, esa ropa mal combinada a propósito,
el exceso de maquillaje, la forma en que la mano le temblaba mientras comía, y
ese sinfín de amagues antes de dar algún apunte irrelevante. Me sentí poderoso,
como si ella dependiera solo de mí, y a la vez sentí que me merecía algo mejor
que ese circo mediático parlanchín que tenía enfrente tratando de generar
lastima. “Acomplejada de mierda” le dije mientras dejaba un par de billetes de
cincuenta mil pesos en la mesa, “con lo que te devuelvan pedí un taxi, a mí no
me jodas más la vida”. Me fui con la misma alegría extraña que había sentido
esa tarde al despedirme de Rodrigo, solo que ahora entendía que era por la liberación
de una carga, por haber dado un golpe de autoridad a esta sociedad y sus
principios. Debo admitir que ni un segundo dejé de pensar en ella, tal vez esa
fue la fuerza que me impulsó a dejar a la pobre María Fernanda sola, llorando a
grito herido en medio de un restaurante decente, esa fuerza que me decía que yo
había sentido algo que ella nunca entendería, que de alguna manera yo era mejor
que ella.
Durante los próximos diez días
no hice más que encontrarme la misma figura que vi aquella tarde por encima del
hombro. Siempre relacionaba todo con esa extraña que se atrevió a decirme “miserable”,
pero era extraño, no la extrañaba a ella, extrañaba solo la forma en que me
hizo sentir mejor que los demás, como si ella fuera una droga y yo ya fuera un
adicto sin remedio. No comí bien ni podía dormir, mis amigos ya se estaban
empezando a preocupar, pero a mí no me importaba no tenerla porque sabía que me
iba a terminar decepcionando. Al onceavo día la vi de lejos, extrañamente traía
puesta la misma blusa blanca de la última vez, revise me atuendo para
cerciorarme de que no me pasara lo mismo pero fue inútil, no recordaba ni por
casualidad lo que me había puesto ese día que se veía lejano, inalcanzable.
Planeé arduamente mi plan, quería causarle una buena segundo impresión, los
pasos se dilataban entre más me acercaba a ella, y al no encontrar explicación
del porqué miré el reloj para encontrarme con las cinco en punto de la tarde,
hora muerta en la que solo se escucha la respiración de unos pocos allá en la
lejanía. Cuando estaba a escasos veinticinco pasos de distancia preparé mis
garganta para el saludo, pero en ese preciso instante sentí un dolor punzante en mi pierna derecha y el
mundo se vino al piso en un parpadeo. Cuando abrí los ojos me encontré con la
figura de esta extraña, reina y señora de mis sueños, con el dedo corazón
elevado diciéndome “karma” mientras se montaba en un BMW último modelo. Un olor
asqueroso desvió mi mirada hacia la derecha y me encontré con la cara llena de
granos del mismo hombre de rasgos aindiados de la última vez diciéndome “Creo
que usted le gusta a esa señora, lástima que esté casada con uno de los
narcotraficantes más buscados del país”.
Por: Juan José Cadena D.